Soy periodista, y no me avergüenzo


Yo soy una periodista vocacional. Nunca, jamás, ni en mi más tierna infancia, he querido ser otra cosa que no fuera periodista. Recuerdo con nitidez aquéllos programas en blanco y negro en los que Carmen Sarmiento recorría el mundo y nos mostraba lo que ocurría más allá de nuestras fronteras, mucho más allá de mi corta imaginación infantil. Yo quería ser como ella. Sólo eso. Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, siempre respondía que periodista, como Carmen Sarmiento. También recuerdo que mis padres sentían un mal disimulado orgullo ante la perspectiva de tener una periodista en la familia.
Entonces, periodismo era sinónimo de rigor, verdad, honestidad. Hicieras el periodismo que hicieras, no importaba si trabajabas en un medio internacional, nacional, o en el periódico de una pequeña provincia. A los periodistas se nos presuponía la honestidad, el esfuerzo, el afán por encontrar la verdad, por contar todos los puntos de vista.
¿Y ahora?
Es posible que no exista una profesión más menospreciada, vilipendiada y devaluada que la periodística. En la actualidad, los periodistas no sólo deben lidiar con los problemas intrínsecos y naturales del ejercicio de su trabajo, sino que, además, han de sortear numerosas presiones dentro y fuera de sus redacciones, un intrusismo profesional como nunca se había conocido y unas condiciones laborales que cada día se parecen más a las propias de un país subdesarrollado. Un trabajo que nunca ha tenido horario, en el que hay que estar al pie del cañón incluso los días más señalados del calendario, que envía a sus empleados a cubrir informaciones «con sus propios medios» y a los que, después, les revisarán los titulares para ver si coinciden con la línea editorial del medio en cuestión.
Siento tanta tristeza y amargura ante esta situación que apenas me he inmutado cuando he leído el artículo de Gervasio Sánchez que ha motivado esta diatriba (espero que sepáis perdonarme…).
Pero lo peor de todo es que esta situación está lejos de mejorar. Mi único consuelo es que sé que queda por ahí un puñado de periodistas de raza que aguantan como jabatos, contra viento y marea, empujando por ellos y por aquéllos que se han rendido. Remaré con ellos.

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