Hay cuestiones que son siempre objeto de polémica, de debate, de mesas redondas y de aseveraciones tan rotundas como lo son las negaciones que le acompañan. Son cuestiones que intrigan e inquietan, que dan que pensar, que rondan por la cabeza de más de uno y que cuenta con infinidad de ejemplos, tanto para corroborar una tesis como para refutarla.
Una de esos temas que trascienden culturas y generaciones es la existencia del Mal, así, con mayúsculas, como se planteó en una de las mesas redondas celebradas en la pasada edición de Pamplona Negra y en la que los escritores Rafa Melero, María José Moreno, Reyes Calderón y Carlos Bassas, junto con el experto en Demonología (la sola palabra ya pone los pelos de punta) Ricardo Piñero, debatieron sobre el cuerpo y el alma del Mal. Nadie dudó de su existencia, pero el debate se centró en si el ser humano lleva el mal en su interior desde que nace y, con los años, aprende a “domesticar a la bestia”, o si el mal es algo intrínseco sólo a unas cuantas personas, bien por padecer una enfermedad mental, bien porque han sido “poseídos” o bien porque, simplemente, disfrutan haciendo el mal.
Yo lo tengo claro. Creo que el mal existe, que nos rodea, nos acecha, nos pone a prueba, y muchas veces nos vence. El ser humano ha dado sobradas muestras a lo largo de la historia de su capacidad para ser malvado.
Todavía recuerdo con un escalofrío la exposición sobre instrumentos de tortura de la Inquisición que vi en Bilbao a finales de los años 80. Dejando a un lado las pesadillas que semejantes artilugios que produjeron durante semanas, todavía me pregunto cuántas horas dedicaron esas personas a idear, bosquejar y construir aquellos aparatos, capaces de infligir el máximo dolor durante el mayor tiempo posible.
Me siento incapaz, por supuesto, de ofrecer una respuesta tajante a la pregunta que hoy me hago. Sin embargo, creo que puedo proponer algunos casos reales para que quien quiera reflexione sobre las siguientes cuestiones: ¿Existe el mal? ¿Está el mal en nosotros?
Caso uno: Un niño de trece años, miembro de una familia perfectamente estructurada, educado en valores, buen estudiante. Cada tarde, al salir del instituto, espera junto a la verja a que uno de sus compañeros abandone el centro. En cuanto el segundo niño sale, el primero se sitúa a su lado y comienza a insultarle. Le escupe en la cara. Tira de la mochila hacia abajo hasta que el niño cae al suelo. Le lanza dos patadas muy rápidas, le escupe de nuevo, le insulta, se ríe y se marcha. Mañana, más. Otros niños observan la escena a una distancia prudencial. En silencio. Sin hacer nada.
Caso dos: Un hombre de mediana edad, moreno, pelo negro. Fuma en la playa, a medianoche, mientras espera a que las decenas de personas que hacen fila sobre la arena embarquen una a una en la chalupa que les llevará a Europa. O eso es lo que creen. Les azuza de vez en cuando para que se den prisa. En el bolsillo le pesa el dinero que ha recaudado de cada uno de ellos, hombres, mujeres y niños. Lanza la colilla al mar y les increpa para que se aprieten más unos contra otros. Tienen que entrar todos. Finalmente, carga en la chalupa un bidón de gasolina y se dirige al varón que se ha sentado más cerca del motor. “Arrancaré la barca. Tú agarra el timón con fuerza y sigue recto. En pocas horas estaréis en España. Tranquilo, no tienes que hacer nada más, solo mantener el rumbo y añadir combustible cuando sea necesario. Hay de sobra”. Arranca el motor, sonríe y empuja la chalupa hasta el mar. Cuando la barca se pierde en la noche, da media vuelta y se dirige al café, tranquilo y satisfecho, con un buen montón de dinero en el bolsillo.
Caso tres: Una mujer de mediana edad, vestida con ropa deportiva barata y zapatillas blancas, sonríe mientras otra mujer, la que le ha contratado, sale de casa. Espera unos minutos después de oír el portazo y, entonces, se dirige hacia el salón de la casa. En uno de los sofás, una anciana con la mirada perdida, precariamente erguida merced al arnés que le rodea el torso, mueve la boca convulsivamente, muy despacio, sin emitir sonido alguno. Solo abre y cierra la boca, una y otra vez. La mujer la mira con desprecio, se acerca hasta casi tocarla, frunce la nariz al percibir el olor ácido de la orina y, sin mediar palabra, le cruza la cara de un bofetón. La agresión resuena en toda la estancia, pero el golpe ha sido solo el primer de los muchos que le seguirán. Le tira del pelo y la insulta, la empuja, le afloja el arnés para que el desvalido cuerpo se incline peligrosamente hacia delante. La deja con el pañal empapado, el culo hecho una llaga, postilla junto a herida y escocedura. Media hora antes del final de su turno, recoge a la anciana del suelo donde finalmente ha caído, le pone un pañal limpio, le da un poco de agua, le unta bálsamo en los labios agrietados y la peina. Sonríe cuando escucha la puerta, recoge su bolso, asegura a la hija que todo está en orden y se marcha.
Podría seguir. Podría hablar de quien lanza bombas sobre poblaciones habitadas, de quien secuestra y tortura, de quien golpea y asesina a una mujer… Hay miles de ejemplos, pero estos sirven para mi propósito. ¿Es malo un niño? ¿Es su naturaleza o lo ha aprendido en algún sitio? ¿Todos somos malos, solo que algunos hemos conseguido “civilizarnos”? ¿Es el diablo quien alienta estas conductas, o el ser humano es capaz por sí mismo de cometer las más atroces barbaridades?