El bosque de agua

No tenía ni idea de cómo había llegado a esa situación, pero ahí estaba, en el salón de su casa, sentado en cuclillas sobre una gruesa alfombra enrollada en el suelo. Dentro de la alfombra estaba Borja, un petimetre mal nacido que llevaba semanas sacándole de sus casillas. El muy idiota no sabía con quién se la estaba jugando. Una risa socarrona más, un nuevo desplante, una burla, una sarta de insultos mientras preparaban la cena. Se reía incluso de su propio nombre.

―Carlos ―le decía―, ese no es nombre para un maricón hecho y derecho. Deberías llamarte Charles, que tiene más glamour. Carlos, Carlitos, Carlangas… Carlos el de los cojones largos -Y estallaba en una carcajada tan estruendosa que impedía cualquier protesta por su parte.

Esos fueron los hechos. El resultado era un guiñapo sin vida envuelto en una alfombra sobre el suelo del salón.

Tuvo suerte. El golpe que le propinó con el rodillo y que le alcanzó en mitad de la frente apenas sangró. Solo unas pocas gotas salpicaron aquí y allá sobre la mesa, las baldosas del suelo y un par de platos que esperaban su ración de comida. El resto de la sangre se deslizó mansamente por el rostro inerte de Borja, cuyos ojos azules, esos ojos brujos que le hechizaron hacía cinco meses, ya no miraban a ninguna parte. Tuvo tiempo de coger una toalla y empapar el líquido rojo y espeso que le cubría las facciones.

A Borja le pareció muy divertido que un marica cuarentón perdiera la cabeza por él nada más verle, y jugó el peligroso juego de la seducción para conseguir todo tipo de prebendas y beneficios, sin dar nunca nada a cambio. Ni una sonrisa, ni un abrazo, ni un «vámonos de copas los dos juntos, solos tú y yo». Nada. Sonreía y le halagaba un poco, se remangaba la camisa para dejar a la vista los músculos de sus brazos o se paseaba en calzoncillos por la casa, parsimoniosamente, caminando despacio de su habitación al baño, y vuelta, como si estuviera solo. Y él, claro, se lo comía con los ojos a falta de poder hacerlo con la boca, pero cuando intentaba acercarse de verdad, tocarle, mantener una mirada intensa, morderle, devorarlo de arriba a abajo, recibía siempre la misma respuesta: «Para, detente, de qué vas, yo soy un pura sangre y tú un mulo viejo, gordo, fofo y desdentado. Nadie se volvería a mirarte dos veces, tienes suerte de que aguante a tu lado. Que yo viva aquí le da prestancia a esta mierda de casa».

Borja era uno más de las decenas de estudiantes que habían alquilado una de las habitaciones de su casa. Se anunciaba en la universidad y ofrecía alojamiento con derecho a cocina por un precio módico, muy alejado de las barbaridades que solían pedir los caseros en los barrios próximos al campus. El único inconveniente era que el piso estaba en el casco viejo de Pamplona y al inquilino le costaba más de media hora llegar a la facultad, pero por eso la habitación era tan barata. Por eso, y porque no le gustaba vivir solo.

El badajo de la campana de la cercana catedral golpeó de nuevo el bronce bruñido; ese sonido le exasperaba más que el hecho de estar sentado sobre un cadáver. Cuatro golpes agudos y rápidos precedieron a tres aldabonazos vibrantes, separados un par de segundos uno de otro. Las tres de la madrugada. Hora de ir pensando qué hacer con el cuerpo.

Se levantó de la alfombra y decidió realizar una rápida exploración del camino hasta el río. No le parecía mala idea lanzarlo al Arga, que bajaba embravecido después de las últimas lluvias. Se abrigó, tapándose la boca con una bufanda y la cabeza con un gorro de lana, y se puso las botas de agua que siempre dejaba en el descansillo para no estropear el parqué. Bajó las escaleras sin encender la luz. No quería que ningún vecino le preguntara al día siguiente por sus correrías nocturnas. Bastantes sandeces tenía que aguantar ya desde que descubrieron su condición de homosexual como para darles más leña que arrojar al fuego de las habladurías. Cerró el portal a su espalda y giró la cabeza despacio, de un lado a otro, intentando descubrir a alguien en la desierta plazuela de San José. Como esperaba, a esas horas solo las almas perdidas se aventuraban en la oscuridad, criaturas saciadas de alcohol que buscaban cobijo en las tripas de la noche.

Avanzó pegado a los edificios, alejado de los pequeños faroles, que apenas arañaban la noche con su macilenta luz. El chorro constante de la fuente disimulaba sus pasos acelerados sobre los adoquines. La goma chirriaba irritantemente sobre el empedrado. Pensó que, cuando hiciera el camino cargado con la alfombra, tendría que elegir otro calzado. Traspasado el estrecho arco apuntado el riesgo se minimizaba. A la derecha, el Mesón del Caballo Blanco, cerrado a esas horas. A la izquierda, la fachada trasera de un convento de monjas, que a buen seguro dormirían en la paz del Señor. La muralla y los altos árboles y setos del paseo del Redín le protegieron de miradas indiscretas mientras descendía hasta el portal de Zumalakarregi, conocido por todo el mundo como portal de Francia, porque por allí entraban en la ciudad los viajeros procedentes del país vecino. Girar y bajar la pronunciada cuesta fue un juego de niños. ¿Quién podría verle allí a esas horas de la madrugada? A un lado, el lienzo de la muralla, y al otro, un recinto de esparcimiento canino, cerrado y convenientemente vallado para evitar que los perros que jugaban sueltos en su interior lo siguiesen haciendo en la calle.

Ya casi podía oler el río. Decidió abandonar el camino asfaltado y atajar a través de lo que un día fueron los fosos de la muralla, hoy convertidos en una amplia y mullida pradera, muy bien aprovechada en verano, pero prácticamente desierta el resto del año. La oscuridad y la reciente lluvia le jugaron una mala pasada. Tropezó con una rama y rodó durante varios metros por la ladera de hierba. Pequeños arbustos y piedras sueltas le golpearon mientras luchaba por recuperar la verticalidad y controlar su torpe cuerpo. Frenó al final de la cuesta, cuando su espalda chocó contra las patas de un banco de madera. La forja redondeada le golpeó en el omoplato, provocándole una oleada de dolor. Contuvo en el último momento el grito que ya vibraba en su garganta. Apretó los dientes y utilizó el banco para ponerse de pie. Apenas distinguía el tobogán de hierba por el que había caído. Ante él, sin embargo, se dibujaba claramente la serpiente de asfalto que le separaba del río.

Se detuvo junto a los setos que delimitaban la zona ajardinada y la carretera que unía el barrio de la Txantrea con el centro de la ciudad. Saltó con cuidado y oteó la calzada a ambos lados. Nadie. Cruzó a toda velocidad los cuatro carriles y alcanzó la acera contraria sin problemas. Apenas cincuenta metros le separaban de la orilla del río, desde donde podría deshacerse de Borja. Sonreía satisfecho mientras contemplaba el Arga. El magnífico puente de la Magdalena, testigo de tantos pasos peregrinos, le observaba con esos ojos desgastados de quien lo han visto todo. La sonrisa se le congeló en la cara cuando una luz azulada convirtió su sombra en un aura con toques celestiales.

Contuvo el miedo y tragó saliva para permitir que el oxígeno pasara detrás. Se giró despacio, como si no fuera extraño encontrar a un hombre solitario a las tres de la madrugada en la orilla de un río crecido. Con las manos en los bolsillos, ascendió con paso firme la breve cuesta hasta pisar la gravilla, donde el coche de la policía municipal le esperaba con el motor al ralentí. Uno de los agentes se bajó del vehículo y le saludó con una mano en la visera.

―¿Todo bien, señor? ―le preguntó mientras le escrutaba de arriba abajo con su linterna―. Este no es un buen sitio para estar.

―Lo sé, y lo siento. Me pudo la curiosidad. Es tan bonito ver el río así…

―Pero es peligroso. Haga el favor de disfrutar del espectáculo desde el puente.

―Por supuesto, caballero ―respondió Carlos―. De todos modos, ya me iba. Buenas noches.

El agente hizo un movimiento rápido de cabeza, pero no se metió en el coche. Mientras Carlos se alejaba a buen paso, el policía se deslizó despacio hasta el lugar en el que había estado visto parado y realizó un minucioso rastreo con su potente linterna.

¡La policía! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Con una corriente tan alta, era lógico que los municipales patrullaran la ribera del río, atentos a cualquier desbordamiento.

Sudaba copiosamente cuando llegó a su casa. Se deshizo del gorro, la bufanda y el abrigo y se dejó caer sobre la alfombra enrollada. Para cuando se dio cuenta de que no se había quitado las botas en la entrada, un enorme charco oscurecía la pulida madera del salón. Gruñó, rezongó y maldijo mientras empapaba el desastre con una bayeta. Apartó la alfombra de una patada para secar por debajo y colocó varios paños secos que absorbieran el resto de la humedad. Esa madera le había costado varios miles de euros cuando compró el piso y la mantenía impecable como el primer día.

Se sentó de nuevo en la alfombra. Su plan había fracasado antes siquiera de empezar. Necesitaba una idea antes de que amaneciera. No sabía cuánto tiempo tardaba un cuerpo en comenzar a oler mal, pero no quería arriesgarse a que el afilado olfato de sus vecinos los llevase a llamar a su puerta.

La campana de la catedral sacudió una vez más los cristales. Tres golpes graves. Menos cuarto. Quedaban menos de tres horas para el amanecer. No podían sorprenderlo paseando con un cadáver envuelto en una alfombra.

Dobló las piernas y apoyó la cabeza en las rodillas. Allí todavía no olía a nada. Percibía el aroma de la lana y el esparto, de la madera pulida y del perfume que Borja se ponía cada día. Se esparcía generosas cantidades de colonia barata sobre el pecho y el cuello, impregnando cualquier cosa que le tocara la piel. Le hubiera gustado empaparse en esa empalagosa fragancia, pero tenía que conformarse con aspirar el aire a su paso o hundir la nariz en sus camisas cuando no estaba en casa.

―Cabrón… ―pensó en voz alta―. Qué fácil hubiera sido todo si no hubieras sido tan estúpido, tan estirado… Llámame ahora Carlangas, anda, llámame el de los cojones largos.

Sentado sobre la alfombra, paseó la vista por el salón de su casa, buscando quizá una escapatoria, o un lugar en el que esconderse para siempre. Una fotografía encima de la librería llamó su atención. Se levantó despacio y se acercó sin quitarle los ojos de encima. En la imagen, el propio Carlos alzaba exultante sobre su cabeza un bastón de monte. Vestía ropa de montaña de vivos colores, unas botas gruesas y polainas que le aislaban aún más de la humedad del lugar. Urbasa. Recordaba perfectamente aquel día. La sierra de Urbasa y el bosque encantado. Una hora en coche desde Pamplona, un par de horas más hasta el lugar que evocaba ahora con todo detalle. Urbasa. Bosque de agua.

Miró la alfombra y corrió hasta su habitación, de donde salió vestido igual que en la fotografía. Guardó las botas y las polainas en una mochila, añadió una botella de agua, un paquete de galletas y el manojo de llaves. Se la acomodó en la espalda y se detuvo con los brazos en jarras frente a la alfombra enrollada. Se arrodilló en el lugar en el que calculó que estaría la cintura de Borja. Pasó una mano por cada lado, se agachó hasta que su brazo derecho estuvo completamente debajo del rollo y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se la cargó al hombro de un solo movimiento.

―¡Ja! ―rio satisfecho―. ¿Cómo me llamabas? Fofo y grasiento. ¡Ja!

Acompañó el portazo con la última campanada de las cuatro de la madrugada. La adrenalina le hizo volar como un pájaro y ser sigiloso como una serpiente mientras encaminaba sus pasos hacia la desierta calle de la Navarrería. La alfombra rozaba contra los muros de los edificios, pero el siseo que producía apenas sería percibido en medio del bramido del viento. Las nubes arrojaban gotas dispersas, gruesas como canicas, que chocaban contra las losetas del suelo provocando un distorsionado chapoteo. Giró a la derecha en la primera bocacalle y enfiló por la Mañueta, mucho más resguardada de las miradas indiscretas. Al fondo, el mercado de Santo Domingo, todavía cerrado a cal y canto, estaría a punto de recibir los primeros camiones de reparto con la mercancía que se vendería a partir de las nueve de la mañana. Le encantaba la algarabía del mercado. Muchas veces bajaba a desayunar a la cafetería de la planta baja y disfrutaba con el ir y venir de los clientes que arrastraban carros cargados hasta arriba de todo tipo de productos. Encima de la carne y el pescado, como si fuese el bien más frágil, las señoras colocaban las verdes ramas de borraja, las largas pencas de acelga o las brillantes hojas de espinaca.

La alfombra comenzaba a pesarle. Se detuvo un instante y pensó en la mejor manera de cambiarla de lado. Optó por apoyarla verticalmente en el suelo, sujetándola con su propio cuerpo y sin soltarla del todo. Se agachó un poco, colocó el centro del bulto sobre el otro hombro y lo levantó del suelo. Momentáneamente aliviado, se lanzó cuesta abajo tan rápido como pudo. El pantalón de montaña hacía un ruido extraño cuando sus piernas se cruzaban, un ligero crujido que parecía atronador en medio de tanto silencio.

Dio un involuntario respingo cuando las campanas lanzaron su puntual aviso. Cuatro golpes rápidos de badajo, claros, metálicos, seguidos de un toque solitario, grave y cadencioso. Y cuarto. El eco del último repique se prolongó durante varios segundos.

Aceleró el paso, sujetando la alfombra con las dos manos, y se lanzó hacia la calle Mercado, estrecha, rodeada de altos muros y con una suave pendiente que le dejó sin resuello cuando consiguió llegar al final. Se detuvo justo antes de alcanzar el edificio que albergaba el departamento de Educación del Gobierno de Navarra. Siendo un lugar institucional, lo lógico era que tuviera vigilancia, si no policial, al menos sí privada. Todo el peso de Borja cayó sobre sus hombros. Casi podía oírlo riéndose de él.

―Carlitos, Carlitos, que no sirves para nada. ¿Qué harías tú sin mí?

Ahora lo comprobaremos, pensó.A su derecha, justo antes de comenzar la pronunciada cuesta que bajaba directamente hasta el aparcamiento, descubrió cuatro contenedores de residuos. Apoyó la alfombra contra el primero de ellos, bien pegada a la pared, y rezó para que el camión de la basura no pasara a esas horas. A dos metros de distancia la alfombra era prácticamente invisible.

Se lanzó a una loca carrera cuesta abajo. Mientras avanzaba, recuperó las llaves de la mochila y se esforzó por recordar el lugar exacto en el que había aparcado el día anterior. El Volkswagen blanco apareció ante sus ojos como un regalo. Miró a su alrededor, pero no vio ninguna señal de que alguien le estuviera vigilando desde el edificio. Abrió el coche, encendió el motor y condujo despacio hacia la cuesta que acababa de bajar. Respiró aliviado al encontrar la alfombra justo donde la había dejado. Con las luces y el motor apagados para no llamar la atención de los vecinos, abrió el maletero y colocó con cuidado el pesado bulto. Acomodó pies y cabeza y empujó las caderas hacia atrás para que cupiera perfectamente. Satisfecho, sonrió una vez más para sí mismo, le guiñó un ojo al fantasma de Borja y se puso en marcha.

Salir de Pamplona fue sencillo. Apenas se cruzó con media docena de coches antes de llegar a la autovía de Irurtzun. Condujo con prudencia, sin sobrepasar en ningún momento el límite de velocidad. Tenía muy presente que Borja viajaba con él. Podía sentir su perfume a través de la alfombra y los asientos traseros. Cuando percibió el conocido olor tuvo que mirar por el retrovisor para asegurarse de que el dueño de los ojos azules que lo volvían loco no estaba sentado detrás.

Dejó Altsasu a la derecha y, poco antes de llegar a Olatzagutia, se desvió siguiendo las indicaciones en dirección a la sierra de Urbasa. Sobre los picos comenzaba a formarse una estrecha franja violácea, anunciando la proximidad de la alborada. Bajó unos centímetros la ventanilla del coche. Esperaba que el aire frío le ayudara a espabilarse, a ahuyentar el sueño que le acariciaba los ojos, mimoso y provocador al mismo tiempo. Gotas de lluvia le salpicaron juguetonas la cara, mientras que la nariz se le llenó del inconfundible aroma de los pinos, las hayas y los robles. Atrás quedaba la colonia de Borja. Nunca volvería a empalagarle los sentidos. Bajó aún más la ventanilla y permitió que la lluvia le azotara sin piedad y mojara el interior del coche. Ya faltaba poco para llegar.

El amanecer, perezoso como siempre, le acompañó hasta el aparcamiento habilitado al final del camino. Avanzó sin embargo unos metros más sobre la hierba, hasta detenerse detrás de dos grandes árboles que le ayudaron a camuflar el coche.

Pisar la tierra mojada le hizo sentirse como en casa. El olor de las hojas empapadas, arrancadas de los árboles por el viento furioso y convertidas ahora en un tapiz bajo el que, si se detenía un instante, podía escuchar el crepitar de la vida.

Bosque de agua. Qué razón tenía quién decidió llamar así a esa parcela del planeta. En la lejanía, las campanas de la catedral fueron sustituidas por los monocordes cencerros del ganado que pastaba libre por la zona. Los pastores todavía tardarían unas horas en acercarse por allí, pero tenía que darse prisa.

Abrió el maletero y ni siquiera entonces el olor de Borja consiguió alcanzar su nariz. Acercó lo que supuso que era la cabeza hasta el borde del maletero y levantó el bulto con todas sus fuerzas. Lo cargó sobre el hombro derecho, cerró el maletero y comenzó a caminar. Sabía que la caminata le llevaría al menos una hora, algo más si tenía que pararse a descansar de vez en cuando, pero era lo mejor que se le había ocurrido.

―Borjita ―dijo en un susurro―, te vas a quedar a vivir con la abuela haya.

Avanzó con paso seguro por el sendero del bosque encantado. El perfil de las hayas se dibujaba poco a poco contra el sucio amanecer, encharcado por la niebla que lo difuminaba todo.

―Borja, Borjita… ―canturreó, quizá para ahuyentar el miedo que desde hacía un rato se había instalado en su estómago―. ¿Qué haré cuando alguien venga a casa preguntando por ti? Pueden pasar un par de días, incluso una semana, pero al final alguien te echará de menos. ¿Y qué pasará cuando te llamen por teléfono? El móvil está en casa. Me desharé de él en cuanto vuelva. Pequeño cabrón, le estás dando mucha guerra a este viejo marica.

Tardó más de media hora en llegar hasta el refugio de pastores. Sintió la tentación de abrir la puerta y dejar la alfombra allí dentro, pero supo resistir y seguir adelante. Dedicó unos minutos a beber un poco de agua y se cargó el bulto sobre el hombro izquierdo.

Una antigua cabaña de carboneros apareció a un lado del camino. Sabía que desde allí la vía comenzaba a ascender durante al menos quinientos metros. Respiró hondo, echó otro breve trago de agua y continuó. Las hayas compartían el apretado espacio con las rocas cubiertas de musgo y liquen que, por efecto de la erosión, habían adquirido curiosas formas con el paso de los siglos. Buscó con la mirada la que parecía una tortuguita sobre el caparazón de su madre, la que era exactamente igual que los boletus que degustaba con tanto placer, la que llamaban «el submarino» y la que era casi igual que un perro sentado sobre sus cuartos traseros. En otras formaciones era necesario utilizar más la imaginación, y las había que eran auténticas brujas de bocas abiertas y dientes afilados, enormes lagartos o adorables animalillos al acecho de una caricia sobre su lomo verdoso.

Sudaba copiosamente cuando alcanzó la cota más alta de la ruta. Estaba cerca de su destino. A unas decenas de pasos distinguió el murete de piedra que impedía el paso al pie del haya que crecía en el centro. El problema no era el árbol en sí, sino la enorme sima que se abría a sus pies y que las raíces del haya habían abrazado caprichosamente, como si vigilaran para que nadie pudiera caerse en un descuido.

―Amigo ―susurró entre la niebla―, nuestros pasos se separan aquí.

Apoyó la alfombra sobre el murete y saltó al otro lado, desde donde recuperó el bulto. Lo arrastró hasta la boca de la sima, removiendo las hojas y despertando a un sinfín de pequeñas criaturas, que corretearon en desbandada en todas las direcciones. La entrada era más pequeña de lo que recordaba, seguramente porque la última vez que estuvo allí no tenía ni quince años. Aun así, tendría que servir.

Colocó uno de los extremos de la alfombra en la boca de la sima y la levantó desde el otro lado. Le dio una patada desde atrás para acercarla al agujero y, finalmente, sintió cómo Borja se escurría entre sus manos y desparecía en las entrañas de la tierra. O casi. Carlos se dio cuenta de que la entrada a la sima no era un pozo recto como había pensado, sino que tenía recovecos, rocas y raíces. Apenas la mitad de la alfombra había caído por el agujero. El resto descansaba sobre el suelo mojado.

Afianzó los pies a ambos lados de la entrada y recolocó el enorme bulto, empujándolo al mismo tiempo hacia abajo, pero algo había ahí dentro que impedía que Borja se pudriera indefinidamente.

Empujó con todas sus fuerzas, levantó la alfombra para intentar colocarla en otro ángulo, pero apenas consiguió bajarla unos pocos centímetros más.

―¡Mierda! ―masculló.

Recostó el cadáver de Borja contra el árbol y se acercó a la sima. Con cuidado, se sentó en el borde y bajó los pies al interior, buscando un lugar en el que afianzarse. Tanteó lo que le pareció una rama segura y se aventuró a apoyar poco a poco su peso en ella. Sintió que se doblaba levemente, pero parecía aguantar. De pie sobre la rama oculta, agarró la alfombra con las dos manos y se la acercó al cuerpo para intentar levantarla y lanzarla de nuevo por el centro del agujero.

En ese instante, tres cosas inesperadas se sucedieron rápidamente. Primero, la alfombra se abrió un poco, mostrando una mata de pelo oscura, sucia y apelmazada por la sangre seca. Pero por encima de esa visión, lo que le trastornó fue el fuerte olor a colonia barata. Segundo, una campana lejana, seguramente procedente de alguno de los pueblos del valle, lanzó su monótona canción. Cuatro campanadas cortas, agudas, metálicas y, después, ocho aldabonazos graves. Tenía que darse prisa, lo esperaban a las diez en el despacho y no podía llegar con ropa de montaña y cubierto de barro. Tercero, la rama que le sostenía decidió que no podía con el peso de los dos cuerpos y se partió por la mitad. Ocupados los brazos sosteniendo la alfombra, Carlos se deslizó como en el peor de sus sueños hacia el interior de la sima, aferrado a la alfombra en la que ocultaba un cadáver. La mala suerte quiso que la misma rama que le había sostenido a él fuera la que impedía el avance de la alfombra unos minutos antes.

No sabría decir cuánto tiempo estuvo cayendo. Quizá un par de segundos, quizá varios minutos. Durante la caída se golpeó contra las ramas y las piedras que aceraban el borde. Aterrizó de pie, con tanta violencia que el sonido de sus tobillos al quebrarse resonó como un tiro de escopeta. El dolor era insoportable. Sangraba por las heridas abiertas en la espalda y en los brazos, y sentía que también la sangre se deslizaba desde la cabeza. Intentó ponerse de pie, pero el dolor de los huesos astillados le taladró el cerebro. Mareado y casi sin aliento, se recostó contra la pared de la sima. Apartó a un lado la alfombra y miró hacia arriba. No conseguía ver la abertura de la cueva, pero dedujo que no podía estar demasiado lejos. Podría trepar agarrándose a las ramas y las piedras, las mismas que le habían golpeado durante la caída. Intentaría descansar un poco, recuperar el aliento y la compostura, y después saldría a la superficie. A su lado, la cabeza de Borja, liberada de su funda de lana y esparto, le miraba con los ojos abiertos.

―¿De qué te ríes, Borjita? ¡Estás muerto, imbécil!

Una diminuta hormiga cruzó a toda velocidad la frente de Borja, dándole un susto de muerte. Decidió no esperar más. Se ató con fuerza las botas para intentar minimizar el dolor de los tobillos y se puso en pie. Le fue imposible soportar aquel suplicio, no sería capaz de trepar en esa situación. Quizá si descansaba unos minutos, un par de horas incluso, se encontraría mejor y podría intentar la ascensión. Tenía agua y un paquete de galletas. Aguantaría.

Alejó la alfombra todo lo que pudo de sí y se recostó en el fondo de la sima. A la derecha, un estrecho orificio indicaba que la cueva se extendía en esa dirección, pero ni podía ni quería explorarlo. La única dirección que le interesaba era hacia arriba.

Las paredes rezumaban agua casi a borbotones. Bosque de agua. Qué bien pensado.

Se comió casi la mitad de las galletas y se bebió toda el agua que le quedaba. Necesitaba fuerzas para salir de allí. Una hora después se terminó las galletas, convencido de que esa noche cenaría en su casa, después de pasar por el hospital, por supuesto. Había tenido tiempo para pergeñar una idea estupenda e irrefutable. Pero el dolor no solo no disminuía, sino que se hacía cada vez más intenso. Se quitó las botas y los calcetines y observó sus tobillos. El hueso blanquecino asomaba por entre la carne y la piel, cruelmente perforadas. Alrededor, una sustancia viscosa, amarillenta y maloliente recubría parte de la herida. Desde el tobillo partía un enorme hematoma oscuro y amenazador que teñía todo el pie y buena parte de la pierna.

El otro pie no estaba mejor que el primero. Aunque el hueso no había atravesado por completo la piel, este era evidente al otro lado de la epidermis, que brillaba tirante y rígida como una carpa de circo recién colocada.

No pudo volver a calzarse. El más mínimo roce le provocaba un dolor insoportable.

―Quizá mañana me sienta mejor ―pensó―. O incluso puede que me encuentre alguien. Por aquí vienen muchos excursionistas. Estaré atento a los sonidos y gritaré cuando alguien se acerque.

Se quedó callado, con los ojos bien abiertos. La escasa luz que le alcanzaba era gris y sucia, apenas suficiente para distinguir los contornos de lo que le rodeaba. Si tenía frío sacaría a Borja de la alfombra y se cubriría con ella. No podía hacerle ascos, aunque le repugnaran las manchas de sangre todavía húmeda.

Urbasa. Bosque de agua. Qué bien pensado. Fuera comenzó a llover. Carlos recibía de vez en cuando alguna gota dispersa que le recordaba lo cerca que estaba de la boca de la sima. Lo conseguiría.

Dicen que en Urbasa la tierra absorbe el agua del cielo como si fuera una esponja y la deja correr por su interior. Pocos minutos después de comenzar a llover, la pequeña grieta que había descubierto a su derecha se transformó en un grifo del que salía una cantidad cada vez más grande de agua, agua helada que pronto le cubrió los pies heridos, arrancándole un alarido de dolor. Gritó y gritó en busca de ayuda, pero la lluvia empapaba su voz antes de que llegara a la superficie. Los ojos abiertos de Borja le miraban desde el infierno al que esperaba haberle enviado. Se burlaba de él una vez más.

―Carlitos, Carlitos ―le decía―, es que no sabes hacer nada bien, y ahora te vas a morir boqueando como un pez. Carlos, Carlitos, Carlangas…

La búsqueda de los dos hombres desaparecidos comenzó tres días después. Los guardas del parque natural de Urbasa encontraron el coche de Carlos entre los árboles, pero no lo relacionaron con ningún hecho delictivo ni luctuoso, así que allí lo dejaron, convencidos de que el dueño sería un montañero medio loco que había decidido hacer una ruta por la sierra.

No volvieron a mencionar el vehículo hasta que leyeron el aviso de la Policía Foral. Buscaban a un hombre cuyo coche, que también había desaparecido, era el mismo que ellos tenían aparcado allí.

Rastrearon la sierra durante una semana entera, sin resultados. Las simas estaban inundadas y era imposible adentrarse en ellas, así que se centraron en las cuevas, las bordas y refugios de pastores, las carboneras abandonadas y el propio bosque, donde más de un excursionista había pasado unas horas angustiosas perdido entre la niebla y los árboles, en un monte plagado de caminos que no llevaban a ninguna parte.

Las autoridades policiales dedujeron que los dos hombres, que compartían vivienda en el casco viejo de Pamplona, habían salido juntos y juntos seguirían, pero lo cierto era que, por muchas vueltas que daban, parecía que se los había tragado la tierra.

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